Por: Marianne Díaz Hernández
1. Para empezar, imaginemos juntos. Un día cualquiera, en un país ficticio que podríamos llamar Arstotzka,
se cometió un homicidio en una plaza pública. En respuesta al horror y
al rechazo de la población, el Presidente decidió promulgar una ley
restringiendo el libre tránsito de los ciudadanos por las plazas
públicas, al considerar que la ausencia de regulaciones específicas
respecto al uso y comportamiento de las personas en las plazas públicas
era el origen de este espantoso e injustificable crimen. Entretanto, la
persona que —presuntamente— había cometido el delito, había sido
detenida por homicidio y puesta a la orden de las autoridades
competentes, de acuerdo con lo contemplado en el Código Penal de
Arstotzka, vigente desde hacía más de sesenta años.
En días pasados, tanto la Fiscal General
de la República como el presidente Nicolás Maduro han expresado su
opinión con respecto a lo que denominan la “necesidad” de regular el uso
de las redes sociales, declaraciones que tienen su origen en la
presunta actuación de una ciudadana que habría recibido dinero a cambio
de difundir falsamente en redes sociales el inexistente secuestro de su
hijo. El uso de las redes sociales, según la Fiscal General, para
“generar zozobra” y “lanzar campañas de desprestigio” contra el gobierno
debe ser contenido. Se utilizan los términos “guerra sucia” y “campaña
psicológica” para expresar el supuesto peligro que las redes sociales
representan para la llamada “paz pública”.
2. No decimos IRL: decimos AFK. Con
frecuencia, la creación de nuevas normativas para el ámbito digital
pasa por la consideración de que este entorno constituye un mundo
distinto, separado de la vida “real” y que por tanto, de alguna manera
escapa a la regulación ordinaria. Si bien existen aspectos y conductas
específicas en las que se hace cada vez más difícil aplicar por analogía
leyes preexistentes (digamos por ejemplo, el acceso indebido a la
información privada de otra persona sin su autorización de manera
remota), en la gran mayoría de los casos la conducta considerada ilícita
no sufre ninguna variación porque en su comisión se haya utilizado
Internet.
Es un principio reconocido internacionalmente que los derechos que tenemos off-line son los mismos derechos que tenemos on-line.
En consecuencia, en la gran mayoría de los casos la creación de
legislación nueva, específica al ámbito digital, es un desperdicio de
tiempo y dinero, cuando bastaría con aplicar las leyes que ya existen
para los mismos casos. Esto, no obstante, también significa que las
limitaciones a la actuación del Estado —por ejemplo, las limitaciones a
restricciones a la libertad de expresión, que han sido establecidas hace
muchos años— aplican de manera idéntica a las actuaciones del Estado en
Internet.
En específico, en el caso de los
llamados “delitos de opinión” (también denominados, en un giro poético
que confieso mi favorito, “delitos de la palabra”), la conducta
penalizada no reviste en absoluto ninguna particularidad como
consecuencia de haberse cometido a través de redes sociales. Las
conductas cuya penalización se busca a través de este tipo de proyectos
son, por excelencia, delitos de palabra. No hablamos de irrupción
indebida en cuentas bancarias ni de toma de control ilegítima de la
identidad de otra persona; para esos casos ya contamos, en la gran
mayoría de los casos, con legislación en materia de delitos
informáticos. Hablamos de tipos penales como la difamación, el
vilipendio y el desacato, en los que prepondera la criminalización de
actos contra la “honra” de funcionarios públicos o de la actuación del
gobierno mismo.
No sólo, pues, conserva Venezuela la
difamación y la injuria como tipos penales, sino que, en especial, sigue
penalizando el denominado “desacato a la autoridad”, que consiste
justamente en la acción de “insultar” a la autoridad en el ejercicio de
sus funciones. Si bien se alega que mediante este tipo penal se protege
el poder coactivo del Estado, lo cierto es que no es otra cosa sino un
delito de lesa majestad,
los cuales han sido derogados en la mayor parte del mundo, pues
obedecen a un concepto de veneración de la autoridad política que es
considerado incompatible con los principios democráticos. Quienes
ejercen el poder político en regímenes democráticos no son soberanos,
por el contrario, son servidores, y por ende no les corresponde una
dignidad mayor ni una cuota de protección especial a su honor que la que
se concede a un ciudadano promedio. Es por esta razón que entes como la
Corte Interamericana de Derechos Humanos han urgido en reiteradas
ocasiones a Venezuela que derogue la penalización a los delitos de
opinión en su legislación interna, pues atenta contra la libertad de
expresión. En su lugar, Venezuela ha duplicado (en la aún reciente
reforma del 2005 al Código Penal) las sanciones penales contra quienes
sean declarados culpables de estos delitos.
A pesar de la presión por parte de la
sociedad civil, el mundo entero enfrenta una preocupante tendencia a la
criminalización de las redes sociales, no sólo en países como China,
cuyo sistema de censura y filtrado es considerado el más sofisticado y
efectivo del mundo, sino incluso en naciones consideradas pilares de la
democracia, como Francia, donde leyes estrictas en materia de
difamación, terrorismo y copyright restringen severamente el libre flujo
de ideas y opiniones en línea.
3. De la practicidad de ponerle puertas al campo. Innumerables
intentos de diversos gobiernos a lo largo de todo el mundo de bloquear
contenidos (YouTube y Twitter son los blancos más frecuentes) han
demostrado, entre otras cosas, que la infraestructura de Internet hace
inmensamente difícil, si no directamente imposible, restringir con
efectividad el libre acceso a la información. El usuario promedio
encontrará la manera de navegar con libertad: la misma red se encargará
de enseñarle cómo.
En 2014, cuando una corte ordenó el
bloqueo de Twitter en Turquía como respuesta a una serie de casos de
difamación y pornografía no consensual, Zeynep Tufekci escribía sobre la
estrategia de Erdogan, señalando que el gobierno turco sabía
perfectamente que el objetivo no era hacer inaccesibles las redes
sociales, sino demonizarlas. Escribía Tufekci:
“Es una estrategia
de situar las redes sociales fuera de la esfera sagrada, como una
disrupción a la familia, una amenaza a la unidad, una navaja externa
rompiendo el tejido de la sociedad”.
Caracterizar las redes sociales como un
escenario para la propagación de contenidos que —por usar los términos
elegidos por el gobierno venezolano— “atentan contra la paz pública” no
sólo es exagerar el poder de Internet (menos del 50% de la población
venezolana tiene acceso a la web, y apenas 39% posee cuentas activas en
redes sociales), sino sacar de proporción el alcance potencial de un
ciudadano promedio. Si bien dependerá de la estructura particular de sus
redes, incluso un usuario con algunos miles de seguidores sólo
alcanzará potencialmente a un par de cientos con un mensaje en
específico: difícilmente tenga la capacidad de desestabilizar a una
nación entera a través de un tuit, sin importar cuán contundente sea
éste. Más aún, este alcance pasa por una serie de filtros y sesgos
previos que hacen improbable, por ejemplo, que un determinado mensaje
alcance a una audiencia no interesada previamente en el tema, o que esté
en radical desacuerdo con el usuario que lo origina.
Mientras en Venezuela se habla de
regular las redes sociales —para reprimir o bien conductas que ya están
contempladas en la legislación penal, contenidos que ya están prohibidos
en la inconstitucional Ley Resorte, delitos cuya abolición ha sido
solicitada por organismos internacionales de derechos humanos, o todas
las anteriores—, en otros países la creación de normativas en materia de
Internet apunta a la protección de las libertades de los ciudadanos y
de la infraestructura misma de la web. Apenas el año pasado, al otro
lado del Roraima, Brasil aprobó el célebre Marco Civil, normativa que protege las libertades ciudadanas en Internet y consagra el principio de neutralidad de la red.
Otros países están discutiendo
normativas similares. Tim Berners-Lee, creador de la Web, llamó a la
creación de una constitución global para proteger la Internet, diciendo:
“A menos que
tengamos una Internet abierta y neutral en la que podamos confiar sin
preocuparnos de qué está sucediendo en la puerta trasera, no podremos
tener gobiernos abiertos, buena democracia, buen sistema de salud,
comunidades conectadas y diversidad cultural. No es ingenuo pensar que
podemos tener esas cosas, pero es ingenuo pensar que podemos tan sólo
sentarnos y obtenerlo”.
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