Fuente: Editorial de la revista SIC 770.
Diciembre 2014.
En
nuestro país el derecho a la vida no está dado como supuesto; es algo que
necesitamos pactar y respetar, es el principal acuerdo social al que debemos
llegar. Cualquier construcción sin este mínimo fundamental sería edificar en el
vacío. El respeto por la sacralidad de la vida, fundamento de toda convivencia
humana, es un anhelo, un clamor, una súplica constante a Dios. Clamor que ha de
movilizar nuestra voluntad a salir de nuestros miedos y a actuar a favor de una
convivencia pacífica. El miedo es un vehículo de impunidad, si nos encerramos
en sus límites, nos desbarrancamos como sociedad. Estamos al borde. Es hora de
pactar la vida y detener el fratricidio. El país nos convoca.
Escalofriantes indicadores
El informe de Provea de 2013, utilizando las cifras del Cicpc,
da cuenta de 24 mil 230 muertes violentas. Es como si se llenara de víctimas un
estadio de béisbol profesional, lo que equivale, en promedio, a un
asesinato cada 22 minutos.
Son cifras de un país en guerra. Sabemos que los datos oficiales
no dan cuenta cabal de toda la realidad, aun así, los indicadores son
escalofriantes y la tendencia ascendente: en 2009 fueron 20 mil 875;
2010, 21 mil 080; 2011, 21 mil 866; 2012, 24 mil 057; 2013, 24 mil 230.
Lamentablemente, 2014 apunta a ser el año más violento. Ante esta tragedia
nacional, la decisión del Gobierno ha sido, ya no la de maquillar los números,
sino la de no informar y ocultar restringiendo el acceso a la información
pública, y comprando y controlando a los medios.
A todos estos
indicadores se agrega la violencia política. El primer semestre de 2014 estuvo
signado por la irracional confrontación entre los actores de la salida y la fuerza pública, con saldos de
muertes, torturas, prisioneros políticos, desorden público, destrucción de infraestructuras
y una atmósfera de miedo e incertidumbre. En el segundo semestre hemos sido
espectadores de una guerra a muerte entre colectivos armados y el Cicpc,
punta del iceberg de un conflicto intestino por el poder entre personeros y
grupos que conforman elestablishment revolucionario.
Al parecer un reacomodo sangriento, con masacres.
Cotidianidad amenazada
La violencia afecta todas las dimensiones de la convivencia
cotidiana. Los horarios han quedado restringidos trastocando las agendas
personales y grupales; en muchos casos las fiestas familiares y sociales se han
reducido a almuerzos y a meriendas porque las noches entrañan mayor riesgo. Los
horarios comerciales se han acortado; se suele comenzar más tarde la jornada y
bajar la santamaría más temprano. Los espacios públicos para caminar y pasear
son limitados porque el miedo fundado impone el toque de queda. El transporte
público urbano está acosado constantemente por sujetos que asaltan y roban.
Viajar por autobús extraurbano es siempre una aventura porque la unidad
puede ser interceptada por la delincuencia organizada que opera en las
carreteras y tiene parcelada la geografía nacional. En el barrio, la
calle –lugar de encuentro y convivencia– ha ido quedando a merced de los capos
del microtráfico. Es grave la constatación de estas dinámicas en los
centros educativos y en los hospitales donde ocurren entradas de grupos
delictivos e irregulares armados al interior de los centros, en los que no hay
controles de seguridad ni presencia policial. Se añaden a estos indicadores la
extorción y el secuestro dirigido desde las cárceles y, muchas veces, en
complicidad con los cuerpos policiales quienes tienen, en teoría,
la tarea de garantizar la seguridad ciudadana. También se suma el aumento, cada
vez más alarmante, de asesinatos de efectivos policiales en manos de la
delincuencia organizada.
Negligencia estatal
El Estado no está asumiendo su responsabilidad más básica:
garantizar, proteger y cuidar la vida de todos los venezolanos. El Gobierno ha
dado señales claras de no estar dispuesto a acometer la tarea de revertir
la dinámica de la impunidad, que pasa como mínimo por una reforma del Poder
Judicial, del sistema penitenciario, por la autonomía de los poderes públicos,
el desarme de los colectivos armados y la sociedad en general, entre otros.
El ciudadano de a pie se siente desprotegido, con miedo, sin
esperanza de que se haga justicia. Hay un clima social generalizado de orfandad
respecto al Estado, cuyo gobierno, en su pretensión omniabarcante y omnipresente,
se ha desvinculado decididamente de los problemas reales del país, invirtiendo
todas sus energías y recursos en la conservación cosificada del poder, haciendo
de las instituciones un negocio privado, al servicio de los suyos. Y, aunque ya
van más de veinte planes de seguridad anunciados de manera rimbombante, en
cadena nacional, los resultados a favor del derecho a la vida y la convivencia
pacífica, no cristalizan.
Respuestas
desde la gente
Lo primero que se tiene que decir es que la saturación de
hechos violentos es de tal calibre que, para poder vivir, la sociedad
tiende a naturalizar el fenómeno, lo cual es grave, porque nos vamos resignando
a ver como normal algo monstruosamente anormal.
También, ante la impotencia, muchos caen en la tentación de
hacer justicia por su cuenta, alimentando dinámicas delincuenciales como
el sicariato, donde la vida del enemigo tiene un precio. Se sumerge así
la víctima en el círculo vicioso y deshumanizador del desquite y la
venganza, haciéndose victimario.
Otros se refugian en su fe, y ponen en las manos de Dios su
dolor, esperando, resignados, la justicia divina. El sector medio y popular
profesional emigra a otras latitudes y culturas buscando un lugar donde se
pueda vivir en paz.
También, de manera alternativa, hay testimonios emblemáticos de
hombres y mujeres que procesando su dolor emprenden una denodada lucha,
haciendo de sus heridas una fuente de solidaridad y perdón activo, convencidos
de que el mal solo se vence a fuerza de bien.
Es justo reconocer los esfuerzos de las organizaciones de DDHH
que en medio de los hostigamientos, señalamientos, el no acceso a la
información, el miedo de la población a denunciar, mantienen un titánico
esfuerzo al servicio de la defensa de la vida y tenacidad en la lucha contra el
miedo y la impunidad.
Por otra parte, muchas de las protestas sociales han tenido como
objeto la exigencia del respeto a la vida; sin embargo, han sido de
carácter reactivo e invisibilidades dado el control de los medios por parte del
Gobierno. Urge crear una fuerza y movilización ciudadana desde la no violencia
activa, capaz de incidir en un pacto real por la vida.
Vamos,
corramos a Belén
Somos, y tenemos que asumirlo, una sociedad gravemente enferma
que ha ido perdiendo en sus relaciones cotidianas el mínimo básico requerido
para convivir: el respeto a la vida. Estamos en manos de una élite
política que ha privatizado al Estado, poniéndolo al servicio de sus intereses
particulares, de grupo, sirviéndose discrecionalmente de sus instituciones,
profundizando la estructural y añeja impunidad. Pactar la vida supone una
radical conversión.
Desde nuestra fe creemos que la vida es de Dios. Él nos la da.
Nosotros tenemos que vivirla con dignidad, pero no podemos disponer de ella, ni
de la nuestra ni de la de los demás. Por el contrario, tenemos que cuidar de la
vida, tanto la nuestra como la de todos. Es la expresión más elemental de
nuestra condición, no solo de hermanos, sino de criaturas e hijos del padre
común, del Padre de nuestro Señor Jesucristo que en él, Hijo único de Dios y
hermano universal, nos ha hecho hijos de Dios y hermanos unos de otros.
Hoy, en nuestro país, asumir y hacer un pacto por la vida
es la manera más profunda de vivir la navidad. Escuchemos el saludo del Ángel
que nos dice: ¡No teman! Y, como los pastores, vayamos, corramos a Belén,
a reencontrarnos con la vida, ¡pactemos por la vida! Es la hora.