Por: Armando Janssens
Fuente: El Nacional
Hoy en día, los consejos comunales forman
parte del paisaje nacional. En casi todos los barrios, pueblos y aldeas, y
hasta en urbanizaciones de la clase media, los consejos comunales están
presentes. Fueron y son promovidos desde el Estado. Están definidos por un
conjunto de leyes y reglamentos que todavía deben seguir ajustándose a la gran
fantasía de un Estado comunal. Pretenden ser la máxima expresión de socialismo
del siglo XXI y, según sus promotores, se convertirán, con el tiempo, en el
núcleo dinamizador de toda la sociedad: en lo político, lo social, lo
económico, lo cultural y hasta en lo ético. Es un sueño utópico que, desde hace
un par de siglos, logra unir, en algunas partes, a un gran número de adictos,
hasta que la dura realidad muestre su limitación y su fracaso inevitable. En
estos últimos años se destinan para su implementación grandes recursos
económicos. Alguien calculó que el año pasado, los consejos comunales
recibieron más recursos que todas las alcaldías juntas, lo que da una idea de la
importancia que el gobierno y el partido oficial dan a los consejos comunales
como instrumento revolucionario de la sociedad venezolana.
Como es conocido por muchos, desde hace tiempo, funcionan
organizaciones barriales con diferentes denominaciones y metodologías de
trabajo. Son idóneos instrumentos sociales en el proceso de crear una base de
ciudadanía y de convivencia democrática en un país que, en los últimos sesenta
años, conoció un crecimiento poblacional excepcional e intenta convertirse en
un país integrado y desarrollado. Todos estos grupos tienen en común: organizar
a la gente para trabajar conjuntamente en las necesidades más sentidas, hacerse
sentir en su comunidad y en su interlocución con las instancias oficiales. Los
conocemos –aún hoy en día– como juntas parroquiales, asociaciones de vecinos,
grupos culturales, clubes deportivos, cooperativas y muchos otros de diferentes
quehaceres. Forman un colorido conjunto de una rica sociedad en crecimiento
pluralista. Viven del trabajo voluntario, con pocos medios a su alcance, pero
con una gran entrega que nace de una genuina preocupación social.
También, en decenios
pasados, los partidos y los gobiernos de turno intentaron apropiarse o meter
sus manos en estas organizaciones. Tales intentos les ha costado caro en su
credibilidad democrática, con los resultados conocidos. Demasiado tarde lo
reconocieron.
Pero hoy en día vivimos en
grado superior y sesgado la misma historia. No se trata solo de un intento de
aprovecharse de estas organizaciones, sino de convertirlas en una estructura
del Estado y su partido, en gran parte politizada e ideologizada. Es lo
contrario de lo pretendido anteriormente. En lugar de que la sociedad sea la
fuente de lo público, ahora es el Estado y su partido el que se apropia de las
comunidades y de sus expresiones, por medio de una estructura legal, política y
financiera. Y todo esto acompañado de un discurso ideológico que se repite con
insistencia hasta el cansancio. La tan deseada pluralidad y convivencia
ciudadana se encierra en estructuras de las que progresivamente nada se escapa.
Hasta produce, en muchas instancias, un ambiente de miedo para no ser considerado
un opositor. Sin desconocer la dedicación y el entusiasmo de muchos de sus
integrantes, sin querer y saber se convierten en peones del Estado omnipotente.
De esta manera, se pierde
la soberanía de estos consejos que, poco a poco se acoplan a los lineamientos
de arriba, perdiendo su propia iniciativa y creatividad. A pesar de que hay
elecciones de los responsables, se sabe muy bien qué tipo de gente escoger para
asegurar la necesaria fidelidad. El hecho de que pueden acceder a recursos del
Estado para proyectos comunitarios, y que se disponen, algunas veces, de
recursos cuantiosos, despiertan las ansias de muchos integrantes o grupos para
tener acceso a su manejo y a sus beneficios. Hasta donde se puede observar, el
manejo pulcro del dinero y sus asignaciones oportunas –con contadas
excepciones– son el talón de Aquiles de esta dinámica. El deseo de tener poder,
tan presente entre nosotros, y el afán de aprovecharse de él, no existen solo
en las altas esferas de la sociedad, sino también es algo común en nuestras
comunidades populares. Sin el desarrollo de capacidades que equilibren y
orienten sus actitudes y actividades, estamos generando un deslave humano que
más temprano que tarde tendrá sus consecuencias.
He aquí un amplio campo de
trabajo para las organizaciones sociales que disponen de capacidad formativa y
de acompañamiento organizativo. Un espacio de actuación y de influencia que no
se puede desconocer. Con frecuencia hay discusiones encontradas sobre si la
sociedad civil organizada (ONG de desarrollo social) debe apoyar o no los
consejos comunales debido a la dependencia de estos del Estado y del partido
oficialista, y a su marcada tendencia ideológica.
El argumento afirmativo es
el de no apoyar de manera indiscriminada a consejos comunales dependientes,
sino más bien apoyar positivamente a líderes y a integrantes que
manifiesten deseo de formarse en tareas comunitarias. En el manejo
responsable de los recursos financieros, en el campo de la ética y su
aplicación en la administración tenemos una palabra a aportar. Ya hay
experiencias acumuladas, y una variedad de iniciativas que apuntan a la
creación de una conciencia autónoma, acompañada de una conducta más responsable
en la acción pública como resultado de esfuerzos promovidos desde la sociedad
civil.
Evidentemente, los
consejos comunales no son burbujas de libertad, sino más bien lo contrario. Son
dinámicas impuestas, diferentes a nuestra concepción de sociedad libertaria. A
pesar de eso, también en ellos podemos encontrar mentes abiertas y espacios de
acción que permiten promover cambios hacia una verdadera sociedad de todos.