Por:
Vladimiro Mujica
Fuente: Diario Tal
Cual
La última plaga que se ha impuesto
sobre el país es una muy real y biológica: la chikungunya. El Gobierno niega
que estemos en presencia de un brote epidémico, a pesar de las robustas
evidencias
Las historias que circulan en estos
últimos tiempos sobre Venezuela parecen cada vez más provenientes de una zona
de guerra. Por uno de esos juegos que nos hace el
subconsciente, recuerdo una famosa película, de la cual hurté el título para
esta columna, inspirada en un libro del mismo nombre, escrito por Erich M.
Remarque, un veterano alemán de la I
Guerra Mundial. La película de 1930 se hizo muy famosa entre toda una
generación y yo conocí de ella a través de mi padre, de quien escuché varios
comentarios repartidos en el tiempo. La misma trata sobre los horrores de la
guerra, las dificultades inmensas de los soldados para reincorporarse a la vida
civil y también, de modo muy notable, acerca de la camaradería y los vínculos
muy profundos que surgen entre los soldados obligados a poner sus vidas, sus
temores y sus expectativas en manos de sus compañeros de armas.
La última plaga que se ha impuesto
sobre Venezuela es una muy real y biológica, esta vez traída por el mosquito
transmisor de la chikungunya, una enfermedad viral extremadamente agresiva y
cuyo nombre significa en lengua makonde "lo que se dobla", para
referirse a la postura de los afectados por la enfermedad y que no pueden
erguirse completamente por el dolor en las articulaciones. La prevención más
efectiva contra la chikungunya es no dejarse picar por un mosquito infectado.
Una tarea difícil en un país cuyo
gobierno niega tozudamente que estemos en presencia de un brote epidémico, a
pesar de las robustas evidencias, y que ha descuidado de manera criminal la
prevención epidemiológica. Una operación mayor en un país donde conseguir
repelente contra mosquitos es tan complicado como conseguir harina PAN, o papel
sanitario, o leche o champú, o cualquiera de las decenas de cosas que escasean
en Venezuela.
Un amigo me hacía la observación de
que en una visión bíblica de las plagas, a los venezolanos nos ha caído la
versión tropical de las plagas enviadas por Jehová sobre Egipto por mantener
cautivos a los judíos. Es un ejercicio libre identificar cada una de las
plagas, pero yo tendería a pensar que la invasión de langostas que acabaron con
las cosechas y desataron una hambruna sobre los egipcios tiene su émulo en la
acción de la oligarquía depredadora chavista que ha arruinado a Venezuela.
Mucho más complejo es el ejercicio de
identificar qué pecado estamos pagando los venezolanos para transitar esta
senda durísima de la última década y media. No creo que se trate de ningún
pecado. Mucho más la consecuencia de una forma de ser, de una división que
existía entre nosotros y que nos negábamos a reconocer, y un coqueteo con la
demagogia del hombre a caballo decidido que ofreció traer el paraíso en la
tierra y nos ha dejado una zona de catástrofe. Tampoco creo que ninguna
intervención divina nos salvará de algo que tenemos que resolver por nosotros
mismos. Quizás solamente cuando nos ayudemos a nosotros, nos ayudará la
Providencia.
Pero junto con las grandes cosas que
nos afectan a todos, están las historias personales, las tragedias individuales
que nos acosan en estos días, provenientes de propios y extraños.
Una se me quedó especialmente adherida
al espíritu, precisamente porque conjuga esa mezcla extraña entre el horror del
desamparo y descubrir en circunstancias muy duras el valor de la solidaridad.
La historia gira alrededor de una joven venezolana, criada junto con su hermano
por su madre esquizofrénica y que nunca conoció a su padre.
Una presencia materna que
simultáneamente traía el gusto por el arte y las conversaciones con seres
imaginarios en una radio portátil. La madre vive en Barquisimeto y ha sido
diagnosticada con cáncer terminal. A la señal de que se agotaban los días de su
existencia, la hija viajó por un mes a Venezuela desde los Estados Unidos.
Una oportunidad extraordinaria para
conocer los horrores y carencias de los servicios públicos de salud en su
tierra de origen. Obligada literalmente a vivir en el hospital, con diagnósticos
erráticos sobre el estado de la madre y sin medicamentos en una sala
congestionada.
Descubrir en ese pequeño infierno la
solidaridad de los otros enfermos y sus parientes.
Gestos como los de una pizza colectiva
introducida a hurtadillas y con complicidad de algunos guardias. La madre no
murió tan pronto como se esperaba, y al período de recuperación esperado le
sucedió un episodio de pérdida masiva de sangre que obligó a la hija a una
operación telefónica de búsqueda apresurada de donantes entre sus antiguas
amistades. Una pequeña epopeya del horror y la miseria que la hija terminó por
ver como una oportunidad para crecer como persona.
Duro, muy duro, el testimonio y la
vivencia de cómo se ha destruido la vida de una nación. Pero nuestra oligarquía
chavista, obesa y protegida, declara que no hay novedad en el frente, que
estamos en el paraíso socialista sobre la Tierra y que todo es una operación de
desestabilización dirigida por el imperio. Todo frente a la mirada incrédula
del resto del mundo que no termina de entender el milagro del Rey Midas al
revés que opera en nuestra tierra. Unido al desastre material, el deseo
perverso de quebrar el espíritu de la gente en una operación de terror,
represión y control social.
Pero no todo son malas noticias. En
realidad esta gente que desgobierna a Venezuela está muy lejos de haber ganado
la pelea. Desaparecida la última hoja de parra de su supuesto amor por el
pueblo, siguen perdiendo apoyo y han tenido que recurrir cada vez más a la
represión y la violación de los derechos humanos. Destruida su credibilidad en
el exterior solamente les queda el chantaje petrolero. Del lado de la
alternativa democrática surge una luz importante con la designación de Chúo
Torrealba al frente de la MUD. La lucha continúa.