Por: José Félix Díaz Bermúdez
Fuente: El Nacional
Cuando un pueblo renuncia a
sus valores, a su deber y a sus derechos primordiales, se hace indigno de sí
mismo. Se desconoce como sociedad si su vida y su conducta no se corresponden
con todo aquello que debe enaltecer a una nación: historia trascendente,
inconfundible identidad, grandes ideales, grandes hombres, hechos admirables,
presencia colectiva, determinación ante la adversidad, virtud y lealtad,
conciencia y civilidad. Todo ello lo ha tenido Venezuela en medio de sus
luchas y sus sacrificios, no careciendo de paradigmas y lecciones no obstante
sus extravíos dolorosos ante los cuales se ha reivindicado finalmente.
La patria de los libertadores, de los preclaros ciudadanos, del valeroso pueblo que los acompañó, no puede ser víctima de la indolencia y la traición de quienes contrarios a nuestros mayores intereses despojan al país de su virtud, de su sentido ciudadano, de sus derechos, de su patrimonio material y moral, y admiten con gesto indiferente lo que ocurre, profundizan sus males, pervierten la dignidad republicana y destruyen nuestras posibilidades de futuro, desconociendo las enseñanzas del pasado y nuestro mandato histórico que ordena civilización, derechos, convivencia, honor, patriotismo y libertad.
El poder corrompe y
enceguece y la ambición pervierte a muchos, pero al mismo tiempo, ante ellos,
se erige una fuerza moral que los reprueba y exige las correcciones necesarias
que permitan retomar un sentido que enaltezca al país.
Las leyes, los deberes y derechos no pueden transformarse en meras entelequias, normas que pocos obedecen. Las instituciones no pueden enervarse, y no deben carecer de autoridad e independencia para sostener los más elevados intereses nacionales y garantizar los derechos esenciales de todos.
Las leyes, los deberes y derechos no pueden transformarse en meras entelequias, normas que pocos obedecen. Las instituciones no pueden enervarse, y no deben carecer de autoridad e independencia para sostener los más elevados intereses nacionales y garantizar los derechos esenciales de todos.
Si el ejercicio del poder
no es consecuente con sus principios y deberes a favor del bien común, abandona
su auténtico carácter y se hace necesario corregirlo para que alcance sus
finalidades y contribuya de manera efectiva al bienestar de la Nación.
En el momento existe en
diversos sectores una especie de apatía moral ante todos nuestros males.
Se acepta como normal lo inadmisible, se permite el engaño, se aplaude la
ignorancia, se perdona y olvida lo incorrecto. El país ha menguado su sentido
crítico y su capacidad política y social para exigir las rectificaciones. La
sociedad se permite distraer en consideraciones intrascendentes cuando lo medular
es discutir los temas esenciales y exigir las garantías y las respuestas que
justifican la misión y el carácter de su dirigencia.
La responsabilidad y la credibilidad en el ejercicio del poder -delegado estrictamente para el cumplimiento de los objetivos y propósitos de la nación-, deben ser reclamadas por el pueblo y su falta sancionada por la opinión. La arbitrariedad, la improvisación, la incapacidad, la indiferencia, no pueden ser las guías del destino de una nación.
A una parte de la sociedad
venezolana pareciera no importarle sino lo individual, la permanencia del
propio beneficio independientemente de su origen y de las responsabilidades
colectivas. Se humilla, se margina al que reclama correcciones profundas y
consecuencia con principios y conductas, bien en el marco de las propias
organizaciones o fuera de ellas, a quienes en definitiva no cumplieron sus
promesas iniciales y no supieron honrar con sus ejecutorias la confianza
pública.
Frente a las contradicciones del poder y las inconsecuencias de los hombres, Alberto Ravell una vez reclamó con entereza ciudadana en plena dictadura a Germán Suárez Flamerich, cuando éste ocupó la irrelevante presidencia de la Junta de Gobierno (1950-1952): "¿Hacia dónde van ustedes, los hombres civiles que apoyan a los que derrocan gobiernos legítimos y desgarran Constituciones discutidas en amplio debate público? ¿Hacia dónde va Venezuela cuando sus hijos, defensores de principios ayer, los que tenían tradiciones civilistas y revolucionarias, se hacen sordos a su llamado de madre y, halagados por el poder o la fortuna, claudican o se entregan? ¿Hacia dónde vas Germán? Yo quiero que me respondas de hombre a hombre, de corazón a corazón, categóricamente y sin esguinces, sin que intervenga para nada la pasión política que a rato enturbia la mente de los hombres. ... ¿Qué eres en el fondo...? ... Eres..., universitario, abogado, compañero nuestro ayer, o has tomado en préstamo tu nombre o lo has prestado tú mismo para dar apariencia civil a algo que no puede ser justo, ni decente, ni honorable...".
Frente a las contradicciones del poder y las inconsecuencias de los hombres, Alberto Ravell una vez reclamó con entereza ciudadana en plena dictadura a Germán Suárez Flamerich, cuando éste ocupó la irrelevante presidencia de la Junta de Gobierno (1950-1952): "¿Hacia dónde van ustedes, los hombres civiles que apoyan a los que derrocan gobiernos legítimos y desgarran Constituciones discutidas en amplio debate público? ¿Hacia dónde va Venezuela cuando sus hijos, defensores de principios ayer, los que tenían tradiciones civilistas y revolucionarias, se hacen sordos a su llamado de madre y, halagados por el poder o la fortuna, claudican o se entregan? ¿Hacia dónde vas Germán? Yo quiero que me respondas de hombre a hombre, de corazón a corazón, categóricamente y sin esguinces, sin que intervenga para nada la pasión política que a rato enturbia la mente de los hombres. ... ¿Qué eres en el fondo...? ... Eres..., universitario, abogado, compañero nuestro ayer, o has tomado en préstamo tu nombre o lo has prestado tú mismo para dar apariencia civil a algo que no puede ser justo, ni decente, ni honorable...".
Era, una vez más en nuestra historia, la confrontación esencial que prueba la naturaleza de los hombres y sus actos, lo que somos y lo que hacemos, lo que dejamos de hacer ante nosotros mismos y el país, incapaces de aceptar y corregir la propia falta, ajenos a las faltas de otros, solapando el deber, acallando la conciencia, postergando la propia dignidad que a todos por igual exige y corresponde.
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